Idolatría.
Sin lugar a dudas, la forma más gráfica
para representar, o concluir, que la humanidad se ha pasado la vida adorando
sus propias obras, es la idolatría. Ahora bien, bíblicamente hablando, la
palabra “idolatría” pretende abarcar un concepto bastante más amplio que el
propio significado implícito. En diversas ocasiones Pablo nos recuerda que el
amor al dinero, la avaricia, también es idolatría.
“Por
tanto, considerad los miembros de vuestro cuerpo terrenal como muertos a la
fornicación, la impureza, las pasiones, los malos deseos y la avaricia, que
es idolatría.” (Colosenses, 3:5)
Y en otro lugar: “Porque la raíz de todos los males es el amor al dinero, por el
cual, codiciándolo algunos, se extraviaron de la fe y llenaron su vida de
sufrimiento.” (1 Timoteo, 6:10)
Este amor al dinero, que nos comenta
Pablo, ya quedaba plasmado en el capítulo del becerro de oro narrado en Éxodo,
cuando, recién descendido del monte Sinaí con las tablas de la Ley, Moisés se
encontró a los israelitas adorando a un becerro de oro en el desierto. El
desenlace fue que rompió las tablas contra el suelo, para escribir
posteriormente otras tablas nuevas; episodio que reflejaría el momento actual
de occidente, pero que no es por donde quiero encaminar ahora el tema, sino dirigirlo
hacia los adoradores de sus “autovacíos”.
La idolatría, más que el hecho de adorar
o venerar imágenes, vendría a ser un clamor contra lo que podríamos denominar
la “filosofía de Juan Palomo”, tan practicada por la humanidad a lo largo de la
historia, y que tanto enerva la indignación del “Dios” bíblico. Un consabido “yo me lo guiso, yo me lo como”,
capaz de establecer como norma las más absurdas ocurrencias de la mente humana:
Nosotros vemos esto así, y como somos gente de bien y de fe, y queremos creer
en ello, para nosotros es como si así fuera; e incluso estaríamos dispuestos a morir
matando por ello, oye, de buenos que somos.
Pero, por la misma regla de tres,
resulta que también hay otros que lo ven asá, y que por el mismo argumento de
fe, que los del así, estarían igualmente dispuestos a llegar a la locura. Y si
solamente estuvieran los del así y los del asá, la cuestión aún sería
llevadera; vendría a ser como la democracia española. Pero ocurre que existen
más de un centenar de religiones reconocidas en el mundo, todas ellas plenamente
convencidas de que su “Dios” es el verdadero y de que es el diablo quien mueve
los hilos a las demás. ¿Guerra santa? o ¿Santa ignorancia?
¿A nadie se le ocurrió pensar que todos
podrían estar igual de equivocados?
¿A nadie se le ocurrió pensar que una
vida de ultratumba era un fundamento muy poco sólido como para partirse la cara
por él?
¿A nadie se le ocurrió pensar que las
religiones las habría podido organizar el propio diablo para llenar el mundo de
calamidades, maldad y violencia, poniendo a “Dios” como excusa?
¿A nadie se le ocurrió pensar que el
diablo podría estar en todas ellas, haciéndose pasar por Dios ante el mundo, y
que el verdadero “Dios”, al final, acabaría siendo otra cosa?
¿A nadie se le ocurrió pensar que el ser
humano era tonto del culo?
¿O es que a nadie se le ocurrió pensar,
simple y llanamente, que no debía estar entendiendo el mensaje?
¿Dónde reside, hermanos míos,
el máximo peligro para todo futuro de los hombres? ¿No es acaso en los buenos y
justos?, ¿en aquellos que hablan y sienten en su corazón: “Nosotros sabemos ya
lo que es bueno y justo, y lo poseemos: ¡ay de quien continúe buscando!”? Por
mucho mal que puedan hacer los malos, ¡el daño más nocivo es el daño de los
buenos! Y por mucho mal que puedan hacer los calumniadores del mundo, ¡el daño
de los buenos es el más nocivo de todos los daños!
Hermanos míos, hubo una vez
que alguien miró al corazón de los buenos y justos y dijo: “Son fariseos”. ¡Mas
nadie le entendió! A los buenos y justos no les era dado entenderle: su
espíritu está siempre prisionero de su buena conciencia. ¡La estupidez de los
buenos es insondablemente sabia! Mas la verdad es ésta: es forzoso que los buenos sean fariseos: ¡no pueden optar! ¡Es forzoso que los buenos crucifiquen a
quien se inventa su propia virtud! Tal es la verdad.
Mas el segundo en descubrir
su país, el país, el corazón y la tierra de los buenos y justos, ése pregunta:
¿a quién es al que más odian? Al creador
es al que más odian: al que rompe las tablas de los viejos valores, al
destructor, a ese que llaman delincuente. Porque los buenos no pueden crear: son siempre el principio
del fin. Crucifican a quien inscribe nuevos valores en tablas nuevas,
sacrifican el futuro a sí mismos,
¡crucifican todo el futuro de los hombres! Los buenos han sido siempre el
principio del fin.
Los buenos os han mostrado
costas engañosas y falsas seguridades: en mentiras de los buenos habéis nacido
y os habéis cobijado. ¡Los buenos han desnaturalizado y falseado todas las
cosas, hasta sus raíces! Mas quien ha descubierto el país “hombre” ha
descubierto también el país “futuro de los hombres”. Ahora tenéis que ser
mis marineros, bravos y pacientes. ¡Marchad derechos y a compás, hermanos míos,
aprended a caminar erguidos! El mar está rugiendo: muchos quieren servirse de
vosotros para erguirse de nuevo. El mar está bramando y todo está en el mar:
¡en marcha, pues, viejos lobos de mar! ¡Qué importa el país de los padres!
Nuestro timón quiere dirigirse hacia el
país de nuestros hijos. ¡Hacia allá se lanza, más fogoso que el mar,
nuestro gran anhelo!
(Así habló Zarathustra; de las viejas y las
nuevas tablas.)
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