Pos-ateísmo. (y II)
Ahora bien: ¿cuál es el
gran paso que actualmente separa a la ciencia, el ateísmo y el laicismo, del
pos-ateísmo? Pues, querer entender esto: Que, pese a estar al ciento por cien
con la ciencia, pese a ser evolucionistas convencidos, pese a creer ciegamente
en las teorías y los principios de Darwin, y constatar aún que no hay secreto
ni misterio que no pueda resolverse recurriendo a la natura y a sus
microscópicos meandros celulares, atómicos o moleculares, resulta que nuestra
particular evolución no emana del pitecántropo, ni pasó por el neandertal para,
tras recorrer varios cientos de miles de años, llegar hasta la actualidad, y
que sólo hemos visto dinosaurios en cromos; o mejores logros gracias a las
películas de Spielberg. Que todas las deducciones de la ciencia son lógicas y
son ciertas, pero que en nuestro particular caso no acaban de ser exactas, por
ser la nuestra una generación posterior a la de aquella primera humanidad que
existió alguna vez siguiendo a rajatabla el evolucionismo más puro y duro, y que,
justamente por mediación suya, nuestro proceso evolutivo sólo dura siete mil
años; y que siempre fue esto lo que pretendieron explicarnos las Escrituras.
Es cierto que este
razonamiento plantearía la existencia de un ser “superior”, para mí “Hombre finalizado”,
que andaría señoreando por el universo, que resultaría ser nuestro creador, y
al que nunca habría visto nadie. ¿Estaríamos,
en tal caso, dando concesiones a la religión? De ninguna manera. Pues, todo
cuanto en el ser humano no pudiera explicarse por evolución propia, quedaría
así explicado por evolución ajena. Por eso dice el Evangelio: “al que tiene se le dará más”. Al que
tiene conocimiento, se le dará más; pero al que no tiene, hasta la poca razón
que cree tener se le quitará. Hay razón en las Escrituras, pero jamás la hubo
en ninguna de las interpretaciones que la religión supo darles. Y en esto
consiste el pos-ateísmo: Llegar a entender los misterios de “Dios”, ocultos en
el ser humano, mediante el conocimiento alcanzado por la ciencia, y gracias a
nuestro sentido común. Un sentido común que nos induce a pensar que ese Hombre
superior, el de la evolución del millón de años, también llegó a existir
gracias a su voluntad creadora; dichoso “Espíritu Santo”. Un hombre que, en su
día, decidió dejar el destino de su limitada condición humana en manos de la
madre natura, la gran creadora, para darle opción a que también pudiera
finalizar en él su obra.
Está escrito en Apocalipsis:
“Vi otro ángel
poderoso, que bajaba del cielo envuelto en una nube; tenía un arco iris sobre
la cabeza, su rostro brillaba como el sol y sus pies parecían columnas de
fuego. Llevaba en la mano un pequeño rollo abierto, y
puso el pie derecho sobre el mar y el izquierdo sobre la tierra. Gritó
con fuerte voz, como un león que ruge; y al gritar, siete truenos
dejaron oír sus propias voces.” (Apocalipsis, 10:1-3)
Y así era como debía resolverse esta
cuestión: Con un pie sobre el mar y otro sobre la tierra; con un pie sobre las Escrituras, donde siempre hemos
pretendido basar nuestros pensamientos más profundos, y el otro sobre la
ciencia, para contrastar la verdad contenida en esas incomprendidas Escrituras.
Y gritando como un león que ruge, como ateo, concediendo a Darwin la razón de
nuestra existencia, sólo por parte materna, y a las Escrituras la de una parte
paterna que, ya en sí misma, le confiere todo su reconocimiento al propio
Darwin. Una evolución pos-evolución, la nuestra, que finalmente daría sentido
al concepto: “el Hijo del Hombre”.
Y si aún os queda alguna duda de que
esto pudiera ser así, centrad vuestra atención en el pasado siglo XX. Analizad
cómo se vivía a principios de siglo, a la luz de sus velas y sus quinqués, al
calor de las estufas de leña y de las cocinas de carbón, con sus carretas y
diligencias tiradas por caballos, etc. etc. y recordad cómo vivíamos a finales
de siglo. Y, hechas las comparaciones, buscad argumentos para convencerme de
que eso es normal y puede justificarse por las teorías evolutivas de Darwin.
Intentad comprender que
sería mucho más provechoso enfocar nuestra evolución en base a lo que tenemos
que acabar siendo, que no indagando de donde venimos. Si seguimos mirando
atrás, llegaremos a una semilla. Y para poder responder entonces a ¿y de dónde
salió esa semilla?, sólo es cuestión de mirar hacia delante; sólo es cuestión de
ponerse ante un espejo. Y ahí surge el pos-ateísmo; justo ahí: en el espejo
donde se refleja el verdadero conocimiento. Por lógica, por ciencia, por
sentido común, porque vida sólo puede entenderse como vida, y, también, y por
qué no decirlo, por selección natural amañada; recordad las palabras de Pablo:
“La ley se añadió para que aumentase
el pecado; pero
cuanto más aumentó el pecado, tanto más abundó la bondad de Dios.” (Romanos
5:20) En un proceso de selección natural que sólo dura siete mil años, era
necesario introducir algún elemento externo para dinamizar dicha selección. Por
eso dice la Escritura: “Pero esos sabios
quedarán humillados, acobardados, como animales caídos en la trampa.
¿Dónde está su sabiduría, si han rechazado mi palabra?” (Jeremías, 8:9)
¿Dónde está su sabiduría, si han rechazado el camino de la vida; si han
rechazado el Germen de Dios?