El pecado original.
Bíblicamente hablando, “pecado” es
sinónimo de defecto. De manera que nuestros defectos son nuestros pecados, el
pecado del mundo es el gran defecto del mundo, y el pecado original es el
defecto que el ser humano padece, en origen, a consecuencia de su simbiosis
evolutiva. Empezamos siendo meros monos parlanchines predestinados a alcanzar
lo que bíblicamente se entiende como “Hombre”, pero éste sólo empieza a dar
síntomas de su existencia a partir del último milenio de evolución. Hasta
entonces, hasta ahora, el ser humano no ha pasado de ser una especie de
“chimpanloro” engreído, capaz de armar las más absurdas controversias por
dondequiera que haya dejado su huella. Dice la Escritura: “El orgullo del hombre será humillado, la arrogancia humana será
abatida, y sólo el Señor será exaltado en aquel día, y hasta el último de los
ídolos desaparecerá.” (Isaías, 2:18) Y, ciertamente, no es para menos;
basta con revisar nuestra vergonzante historia para querer humillar y abatir el
orgullo y la arrogancia del chimpanloro, de este indeseable pero imprescindible
“primer Adán” que nos ha conducido hasta el momento actual.
Pero “sólo el Señor será exaltado en aquel día”, y “aquel día”
empieza a ser manifiesto a partir de mayo del 68. La evolución nos ha traído un
hombre nuevo, distinto, que aboga por hacer el amor y no la guerra,
refiriéndose a un amor humano y explícito, y no al de una universal fraternidad
hacia un supuesto “prójimo” que todavía no ha sabido entender nadie. Un hombre
cuyos conocimientos le acercan al ateísmo, cuya consciencia le aleja de la
política y cuya implicación con la natura le conduce hacia la ecología. Un vivo
toque de atención y de sentido común que no logra convencer al capitalismo por
no aportar ninguna rentabilidad en sus conceptos. Pero ése es “el Señor”. Ahí nace la promesa hecha a
Abraham y a su descendencia; ahí empieza a manifestarse “Cristo” en el ser
humano.
El
pecado original es nuestro defecto de origen; pero ese origen nos queda ya tan
lejos que el pecado empieza a estar redimido sin que nadie haya podido
percatarse de ello. El generalizado confusionismo que ha establecido la
religión sólo ha servido para desorientar nuestro pensamiento, implantando “el
pecado del mundo”, que ha consistido en la vehemente presunción de vida después
de la muerte. Pero ¿qué dice la Escritura? Pues dice: “El refugio que habíais buscado en las mentiras lo
destruirá el granizo, y el agua arrasará vuestro lugar de protección. Vuestro
pacto con la muerte será anulado y vuestro contrato con el reino de los muertos
quedará sin valor. Vendrá la terrible calamidad, y os aplastará. Cada vez que venga, os arrastrará. Vendrá
mañana tras mañana, de día y de noche. Solo escuchar la noticia os hará
temblar.” (Isaías, 28:18-19)
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