jueves, 27 de junio de 2013

Pos-ateísmo. ( I )



Pos-ateísmo. ( I )


Después del ateísmo ya sólo podía llegar la verdad. Es cierto que siempre hubo más verdad en el ateísmo que en la religión, aunque, para ser honestos, una verdad que radicaba, más bien, en su propia razón de ser, que no en las alternativas ofrecidas; una simple verdad emanada de la sistemática negación a una notoria mentira. Y dado que los mentirosos nunca pudieron, ni jamás podrán, encontrar una sola prueba que aporte razones a su mentira, era casi un reto que los negadores aportasen argumentos para justificar su negación; y también para no quedarse en el consabido: “esto no hay quien se lo crea”, siempre rebatible por el: “pues fíjate cuántos hay que se lo quieren creer”.
Amigos míos, os hablo con toda la objetividad de la que soy capaz. Si a quienes dicen: “nosotros queremos creer en Dios, porque sí”, les rebatimos con un: “pues nosotros no queremos creer, porque no”, ¿dónde está la diferencia? Y si argumentamos que son los que afirman que Dios existe, quienes deben demostrar su existencia, ¿por qué no habríamos de aceptar nosotros el reto de demostrar que no existe? Y si os preguntáis: ¿cómo puede demostrarse la inexistencia de algo inexistente? La respuesta es tan fácil como: ya está demostrado. Dios no existe. Nunca existió; por eso nunca ha podido verle nadie, ni nadie pudo jamás demostrar que existiera. Entonces, ¿dónde estamos? Pues, donde siempre: en la creencia. Para el creyente, que a Dios nunca le haya visto nadie no significa que no exista, y para el ateo, que nunca le haya visto nadie demuestra que no existe. ¿Nos hace eso distintos? Al contrario, nos hace iguales: a unos, creyentes del sí, y a otros, creyentes del no.
En realidad, que a Dios nunca le haya visto nadie tampoco es suficiente argumento para elevarse a la negación categórica, ya que, ciertamente, ni de lejos lo hemos visto todavía todo; bueno, quizás de muy lejos sí; y cuidado que he dicho “quizás”. Porque, entender que esas cabezas de alfiler, que a diario vemos clavadas en el cielo nocturno, puedan ser posibles estrellas lejanas, también requiere algo de fe. Que ¿qué podrían ser, si no? No lo sé, pero, ¿alguien ha estado allí alguna vez? Sin embargo, creemos en la ciencia porque creemos en la lógica y en nuestro sentido común. Son estrellas lejanas, sin lugar a dudas, pero, aún viéndolas, ¿quién podría demostrarlo? Si, pues, podemos crear dudas sobre cosas que vemos y entendemos, ¿cómo no íbamos a poder crearlas sobre algo que carece de todo sentido y nunca se ha visto? Ahora bien, ¿por dónde cogerlo? Pues, por las Escrituras.
Si quienes aseguran que Dios existe y que todo cuanto conocemos como natura es creación suya, basan su afirmación en lo que han creído entender al leer la Biblia, intentemos enseñarles que la Biblia jamás pretendió explicar lo que ellos entendieron. Y aún más, pretendamos demostrarles que la Biblia fue escrita por seres inteligentes, y que un ser inteligente jamás podría escribir las tonterías que ellos creyeron haber visto allí escritas, salvo que, lamentablemente, hayan sido víctimas de las tretas astutamente dispuestas por dicha inteligencia. Pues “a vosotros, Dios os da a conocer los secretos de su reino; pero a los otros les hablo por medio de parábolas, para que por mucho que miren no vean y por mucho que oigan no entiendan.” (Lucas, 8:10) Y explicarles que así como para los tontos todo es tontería, también para los sabios todo puede llegar a ser sabiduría, y que confundir tontería con sabiduría ha venido siendo, para los creyentes, como el sello de acuñación de su propia denominación de origen.
Vengo como un ladrón”, dice la Escritura, ¿y qué podría robar, ese ladrón, si no sus propios fundamentos: las Escrituras? Incluso eso estaba anunciado. “Por eso os digo que el reino de Dios os será quitado para dárselo a un pueblo que lo haga fructificar”. Y también: “Cuando un hombre fuerte y bien armado cuida de su casa, lo que guarda en ella está seguro. Pero si otro más fuerte que él llega y le vence, le quita las armas en las que confiaba y reparte sus bienes como botín.” (Lucas, 11:21-22) Sólo podíamos vencer robándoles la razón de su creencia, “pues al que tiene se le dará más; pero al que no tiene, hasta lo poco que cree tener se le quitará.” (Lucas, 8:18) De lo que se desprende que, finalmente, las Escrituras debían acabar poniéndose del lado de la ciencia.
Porque si al ateo le quitamos las Escrituras, le sigue quedando a su favor toda esa ciencia, pero si se las quitamos al creyente, ¿qué le queda? Si todavía hoy, a siglo XXI, son capaces de reírse de quienes defendemos que nuestra existencia es fruto de la casualidad; precisamente ellos, que lo son de la más efímera de las casualidades. Porque nosotros ya empezamos a dar muestras de lo que tenemos que acabar siendo algún día, pero ellos prefieren seguir creyendo en la inmortalidad de un simple ser humano, condenado a desaparecer. Por eso dice la Escritura: “Los que se santifican y se purifican para ir a los huertos, tras uno que está en el medio, que comen carne de cerdo, cosas detestables y ratones, morirán todos a la vez, son sus obras y sus pensamientos”. (Isaías, 66:17-18) Y los que van “tras uno que está en el medio” son quienes aún no han sabido entender el sentido de las Escrituras cuando dicen: “Yo soy Alfa y Omega, principio y fin; el primero y el último”; nada de entremedias. Las Escrituras guardaron bajo siete llaves el gran misterio del Espíritu Santo. Nos hablan de la Alfa y la Omega, del principio y del fin, del primero y del último, y esto es del padre y del hijo; pero al “Espíritu Santo” había que deducirlo. Y el Espíritu Santo era el Germen del padre que obra el crecimiento del hijo. Ese Germen que está pululando por la humanidad y que, como el reino de Dios, siempre ha estado entre nosotros, y que, como el reino de Dios, aún no habíamos sido capaces de adivinar.

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