Los santos.
Antes de empezar a proclamar como un
poseso la inminente llegada del reino de Dios, creo que sería conveniente ir
aclarando, como ya hice con la mujer, ciertos conceptos que aparecen con suma
frecuencia en la Biblia. Y a pesar de que el término que nos ocupa se haya venido
pisoteando, retorciendo y desvirtuando sobremanera, como para llegar ahora
alegremente a contaros lo que debería entenderse por “santos” según las
Escrituras, heme aquí.
“Sed
santos, porque yo soy santo”, dice la Escritura. Pero quien lo dice, ¿por
qué lo dice? ¿Por qué se define como “santo” el “Dios” bíblico? ¿Dónde radica
su santidad: en ser el creador; nuestro creador, porque es nuestro padre? ¿O
quizás radique en no haber querido
sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos y expiaciones por el pecado? ¿O por
ambas cosas? En cualquier caso, y ya que nos pide que seamos “santos” porque él
es santo, seamos también nosotros creadores, siendo padres, y rechacemos
ofrendas y expiaciones por el pecado, apartándonos de toda religión, empezando
así a darle consistencia a lo que se define como “pueblo santo”. Pues ésta
sería la única conclusión viable para tal definición, según la simple y llana
perspectiva que se desprende de una lectura aséptica de las Escrituras.
Creo que una vez colgué un twitt donde
ponía: “Bíblicamente hablando, lo más parecido a un “santo” es un padre ateo”;
ved que lo decía con toda honestidad.
Dice Pablo: “La ley de
Moisés era solamente una sombra de los bienes que habían de venir; no su
verdadera realidad. Por eso la ley no puede hacer perfectos a quienes cada año
se acercan a Dios para ofrecerle los mismos sacrificios. Pues si la ley
realmente pudiera purificarlos del pecado, ya no se sentirían culpables y
dejarían de ofrecer sacrificios. Pero estos sacrificios sirven más bien para hacerles
recordar sus pecados cada año, ya que la sangre de los toros y de los
chivos no puede quitar los pecados. Por eso Cristo, al entrar en el mundo, dijo
a Dios: “No quieres sacrificios ni ofrendas, sino que me has dado un cuerpo.
No te agradan los holocaustos ni las ofrendas para quitar el pecado. Entonces
dije: “Aquí vengo, tal como está escrito de mí en el libro, para hacer, oh
Dios, tu voluntad.” En primer lugar dice que Dios no quiere ni le agradan
sacrificios u ofrendas de animales, ni holocaustos para quitar el pecado, a
pesar de que son cosas que la ley manda ofrecer. Y después añade: “Aquí
vengo para hacer tu voluntad.” Es decir, que quita aquellos sacrificios
antiguos y pone en su lugar uno nuevo.
Porque
si seguimos pecando intencionadamente después de haber conocido la verdad, ya
no queda más sacrificio por los pecados. Solo queda la terrible amenaza del
juicio y del fuego ardiente que destruirá a los enemigos de Dios. Cuando
alguien que desobedece a la ley de Moisés tiene dos o tres testigos en contra,
se le condena a muerte sin compasión. Pues bien, ¿no
creéis que merecen mucho mayor castigo los que pisotean al Hijo de Dios y
desprecian su sangre, los que insultan al Espíritu del Dios que los ama? Porque
esa sangre es la que confirma el pacto, y con ella fueron consagrados. Sabemos que el Señor ha dicho: “A mí me corresponde hacer
justicia; yo pagaré.” Y también ha dicho: “El Señor juzgará a su pueblo.” ¡Terrible cosa es caer en las manos del Dios viviente!” (Hebreos, 10:1-9 y 26-31)
Dice: “No quieres
sacrificios ni ofrendas, sino que me has dado un cuerpo.” Y esto kicir que “no te conformas con hechizos
ni brujerías, ni has creído en la transubstanciación del pan y del vino, sino
que me has hecho real”; mediante un vínculo real, de sangre real, “porque esa sangre es la que
confirma el pacto.”
Estamos hablando de sangre real. Y ¿qué
dice, la Escritura, a cerca de la irreal? Pues dice: “¿Se le puede
arrebatar a un hombre fuerte lo que ha ganado en la batalla? ¿O puede un preso
escapar de un tirano? El Señor afirma que sí: “Al hombre fuerte le
arrebatarán lo conquistado, y al tirano le quitarán lo ganado. Yo me enfrentaré
con los que te buscan pleito; yo mismo salvaré a tus hijos. Obligaré a tus
opresores a comer su propia carne y a emborracharse con su sangre, como si
fuera vino. Así toda la humanidad sabrá que yo, el Señor, soy tu salvador;
que yo, el Poderoso de Jacob, soy tu redentor.” (Isaías,
49:24-26)
Y ¿cómo podía saber esto Isaías en el siglo VIII antes
de Cristo?
Dice Zarathustra: “Vuestro amor a la mujer y el amor de la mujer al
hombre - ¡ay, ojalá fuera compasión por dioses ocultos y atormentados! Pero,
casi siempre, un animal es adivinado por otro. Hasta vuestro amor no es sino un
símbolo de éxtasis y un dolorido ardor. Es una antorcha que debe guiaros hacia
caminos más altos.
Algún día debéis amar por encima de vosotros mismos.
¡Aprended, pues, primero, a amar! ¡Apurar para ello sin reservas el amargo
cáliz de vuestro amor! Amargura hallaréis hasta en el cáliz del mejor amor.
¡Por eso el amor despierta la sed del Superhombre; por eso te da sed, creador!
Sed para el creador, flecha y anhelo hacia el Superhombre: hermano mío, ¿es así
tu voluntad de matrimonio?
Santos son entonces, para mí, tal voluntad y tal
matrimonio.”
(Así habló Zarathustra: Del hijo y del matrimonio.)
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