lunes, 3 de junio de 2013

Los santos.





Los  santos.


Antes de empezar a proclamar como un poseso la inminente llegada del reino de Dios, creo que sería conveniente ir aclarando, como ya hice con la mujer, ciertos conceptos que aparecen con suma frecuencia en la Biblia. Y a pesar de que el término que nos ocupa se haya venido pisoteando, retorciendo y desvirtuando sobremanera, como para llegar ahora alegremente a contaros lo que debería entenderse por “santos” según las Escrituras, heme aquí.
Sed santos, porque yo soy santo”, dice la Escritura. Pero quien lo dice, ¿por qué lo dice? ¿Por qué se define como “santo” el “Dios” bíblico? ¿Dónde radica su santidad: en ser el creador; nuestro creador, porque es nuestro padre? ¿O quizás radique en no haber querido sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos y expiaciones por el pecado? ¿O por ambas cosas? En cualquier caso, y ya que nos pide que seamos “santos” porque él es santo, seamos también nosotros creadores, siendo padres, y rechacemos ofrendas y expiaciones por el pecado, apartándonos de toda religión, empezando así a darle consistencia a lo que se define como “pueblo santo”. Pues ésta sería la única conclusión viable para tal definición, según la simple y llana perspectiva que se desprende de una lectura aséptica de las Escrituras.
Creo que una vez colgué un twitt donde ponía: “Bíblicamente hablando, lo más parecido a un “santo” es un padre ateo”; ved que lo decía con toda honestidad.

Dice Pablo: “La ley de Moisés era solamente una sombra de los bienes que habían de venir; no su verdadera realidad. Por eso la ley no puede hacer perfectos a quienes cada año se acercan a Dios para ofrecerle los mismos sacrificios. Pues si la ley realmente pudiera purificarlos del pecado, ya no se sentirían culpables y dejarían de ofrecer sacrificios. Pero estos sacrificios sirven más bien para hacerles recordar sus pecados cada año, ya que la sangre de los toros y de los chivos no puede quitar los pecados. Por eso Cristo, al entrar en el mundo, dijo a Dios: “No quieres sacrificios ni ofrendas, sino que me has dado un cuerpo. No te agradan los holocaustos ni las ofrendas para quitar el pecado. Entonces dije: “Aquí vengo, tal como está escrito de mí en el libro, para hacer, oh Dios, tu voluntad.” En primer lugar dice que Dios no quiere ni le agradan sacrificios u ofrendas de animales, ni holocaustos para quitar el pecado, a pesar de que son cosas que la ley manda ofrecer. Y después añade: “Aquí vengo para hacer tu voluntad.” Es decir, que quita aquellos sacrificios antiguos y pone en su lugar uno nuevo.
Porque si seguimos pecando intencionadamente después de haber conocido la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados. Solo queda la terrible amenaza del juicio y del fuego ardiente que destruirá a los enemigos de Dios. Cuando alguien que desobedece a la ley de Moisés tiene dos o tres testigos en contra, se le condena a muerte sin compasión. Pues bien, ¿no creéis que merecen mucho mayor castigo los que pisotean al Hijo de Dios y desprecian su sangre, los que insultan al Espíritu del Dios que los ama? Porque esa sangre es la que confirma el pacto, y con ella fueron consagrados. Sabemos que el Señor ha dicho: “A mí me corresponde hacer justicia; yo pagaré.” Y también ha dicho: “El Señor juzgará a su pueblo.” ¡Terrible cosa es caer en las manos del Dios viviente!  (Hebreos, 10:1-9 y 26-31)

Dice: “No quieres sacrificios ni ofrendas, sino que me has dado un cuerpo.” Y esto kicir que “no te conformas con hechizos ni brujerías, ni has creído en la transubstanciación del pan y del vino, sino que me has hecho real”; mediante un vínculo real, de sangre real, “porque esa sangre es la que confirma el pacto.”
Estamos hablando de sangre real. Y ¿qué dice, la Escritura, a cerca de la irreal? Pues dice: ¿Se le puede arrebatar a un hombre fuerte lo que ha ganado en la batalla? ¿O puede un preso escapar de un tirano? El Señor afirma que sí: “Al hombre fuerte le arrebatarán lo conquistado, y al tirano le quitarán lo ganado. Yo me enfrentaré con los que te buscan pleito; yo mismo salvaré a tus hijos. Obligaré a tus opresores a comer su propia carne y a emborracharse con su sangre, como si fuera vino. Así toda la humanidad sabrá que yo, el Señor, soy tu salvador; que yo, el Poderoso de Jacob, soy tu redentor.” (Isaías, 49:24-26)

Y ¿cómo podía saber esto Isaías en el siglo VIII antes de Cristo?

Dice Zarathustra: “Vuestro amor a la mujer y el amor de la mujer al hombre - ¡ay, ojalá fuera compasión por dioses ocultos y atormentados! Pero, casi siempre, un animal es adivinado por otro. Hasta vuestro amor no es sino un símbolo de éxtasis y un dolorido ardor. Es una antorcha que debe guiaros hacia caminos más altos.
Algún día debéis amar por encima de vosotros mismos. ¡Aprended, pues, primero, a amar! ¡Apurar para ello sin reservas el amargo cáliz de vuestro amor! Amargura hallaréis hasta en el cáliz del mejor amor. ¡Por eso el amor despierta la sed del Superhombre; por eso te da sed, creador! Sed para el creador, flecha y anhelo hacia el Superhombre: hermano mío, ¿es así tu voluntad de matrimonio?
Santos son entonces, para mí, tal voluntad y tal matrimonio.

(Así habló Zarathustra: Del hijo y del matrimonio.)

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