lunes, 15 de abril de 2013

De hombre a Hombre y tiro pa que te asombre.




De hombre a Hombre, y tiro pa que te asombre.



Dice Pablo: “El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante. Sin embargo, lo espiritual no es primero, sino lo animal; luego lo espiritual”. (1 Corintios, 15:45-46)
De verdad: ¿no veis ahí un proceso evolutivo? Hay un hombre primero y un hombre segundo. El primero, más animal, y el segundo más “intelectual”. El primero vive en la ignorancia y el segundo posee el conocimiento; pero, como veis, no necesitamos desvincular al segundo de la condición humana para poder explicar esto.
Pues bien, en las Escrituras, Moisés simboliza al primer Adán: hombre de creencias y rituales, ferviente y temeroso de Dios, pero cuyo velo ante sus ojos le impide llegar a entender a Dios. Y aunque por medio de fe y creencias conduce a su pueblo hasta la tierra prometida, Dios no le permite entrar en ella.
Así mismo, el segundo hombre queda reflejado en el personaje de Jesús de Nazaret, conocedor ya de todos los misterios de la natura y consciente de la naturaleza del Dios bíblico: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto, ha visto al Padre”. (Juan, 14:9) Jesús personifica al segundo hombre “intelectual” que es hijo del primer hombre “animal”, por eso se reconoce como “el hijo del hombre”; luego seguimos hablando de un evidente proceso evolutivo que no oculta nada sobrenatural.
Lo único sobrenatural han sido las limitadas interpretaciones que el primer hombre fue capaz de sacarle a las Escrituras, pese a la expresa prohibición de que lo hiciera ya descrita en Génesis 2:16: “Puedes comer del fruto de todos los árboles del jardín, menos del árbol del conocimiento del bien y del mal”. Ni siquiera fue capaz de asimilar que, hablando del fruto que produce un árbol al que se denomina “del conocimiento del bien y del mal”, lo único que podríamos alimentar con él sería nuestro intelecto.
Y es que la expresión “comer”, usada en el sentido de alimentar nuestro conocimiento, es habitual en las Escrituras: Tomé el pequeño rollo de la mano del ángel y me lo comí; en mi boca era dulce como la miel, pero cuando lo hube comido se volvió amargo en mi estómago. Entonces me dijeron: “Tienes que anunciar otra vez el mensaje profético acerca de muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”. (Apocalipsis, 10:10) De haberse comido literalmente el rollo de papel, más que decirle “tienes que anunciar otra vez el mensaje profético”, le habrían dicho: “y ahora un vasito de bicarbonato y santas pascuas”. Desde luego que la detallada descripción “en mi boca era dulce como la miel, pero cuando lo hube comido se volvió amargo en mi estómago”, debió ser más que suficiente para desorientar al primer hombre “animal”, pero no así al segundo. Muchas veces, el hecho de aprender nos puede resultar grato por estar adquiriendo nuevos conocimientos, aunque éstos bien podrían estar repateándonos el hígado. Luego la dulzura de aprender no le quita la amargura a lo aprendido.
¿Están, pues, narradas las Escrituras con cierto secretismo para que sólo pudieran entenderse llegado el momento en que debían hacerlo? Mi intuición me dice que sí. Y no sólo mi intuición, también Pablo:
Decidme una cosa: los que queréis someteros a la ley de Moisés, ¿acaso no habéis escuchado lo que dice esa ley? Pues dice que Abraham tuvo dos hijos: uno de una esclava y el otro de su propia esposa, que era libre. El hijo de la esclava nació según la carne; pero el hijo de la libre nació para que se cumpliera lo que Dios había prometido. Esto tiene un sentido simbólico. Las dos mujeres representan dos alianzas: la primera, que viene del monte Sinaí, es representada por Agar; los que pertenecen a esa alianza nacen para ser esclavos. Agar, en efecto, representa al monte Sinaí, en Arabia, que corresponde a la actual Jerusalén, la cual está sometida a esclavitud junto con sus hijos. Pero la Jerusalén celestial es libre, y nosotros somos hijos suyos. (Gálatas, 4:21.26)
Tenemos, pues, un primer Adán “alma viviente” y un segundo Adán “espíritu vivificante”. Un primer hombre “animal” y un segundo hombre “espiritual”. Una primera alianza y una segunda alianza. Una primera interpretación de las Escrituras, para esclavitud, y una segunda interpretación desde y para la libertad. Una primera versión de “Dios” y una segunda versión.
Si deducimos que el “Dios” bíblico es la humanidad, basta con revisar nuestra historia para entender la leche que se gastaba. Y si creemos que el ser humano es capaz de evolucionar para empezar a hacer mejor las cosas, le estamos abriendo la puerta a la segunda versión de “Dios”: “Vienen días, declara el Señor, en que sembraré la casa de Israel y la casa de Judá de simiente de hombre y de simiente de animal. Y como velé sobre ellos para arrancar y para derribar, para derrocar, para destruir y para traer calamidad, así velaré sobre ellos para edificar y para plantar, declara el Señor.” (Jeremías, 31: 27-28)
Si deducimos que el “Dios” bíblico es la humanidad, el “Hijo de Dios” sería el resultado final de nuestra evolución. Así empezaría a tener sentido que, a ese hombre futuro, en las Escrituras se le reconozca como “el Hijo del hombre”. Y también que “Dios” es amor, pese a la historia, al ser “Cristo” el fruto de un árbol genealógico que jamás habría dejado de practicarlo.
De manera que quien dijo que debíamos encontrarnos a nosotros mismos, él sabría sus razones, pero acertó de lleno.
¿Es, pues, la humanidad el “Dios” bíblico? Sí, pero no toda: Sólo un tercio de la humanidad; el que acabará siendo ADN en “Cristo”. Y a ese tercio de la humanidad que compondrá la cadena de ADN de “Cristo”, bíblicamente se la reconoce como “pueblo elegido”. Por lo cual, y a lo que a la visión global de nuestro proceso evolutivo se refiere, el ser humano tan sólo es ADN viviente de “Cristo”.
“De vosotros, que os elegiréis a vosotros mismos, surgirá un día un pueblo elegido y, de él, el superhombre”; decía Zarathustra.

Y a partir de aquí, que hablen los 7 truenos del Apocalipsis.

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