De hombre a
Hombre, y tiro pa que te asombre.
Dice Pablo: “El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán,
espíritu vivificante. Sin embargo, lo espiritual no es primero, sino lo animal;
luego lo espiritual”. (1 Corintios, 15:45-46)
De verdad: ¿no veis ahí un proceso
evolutivo? Hay un hombre primero y un hombre segundo. El primero, más animal, y
el segundo más “intelectual”. El primero vive en la ignorancia y el segundo
posee el conocimiento; pero, como veis, no necesitamos desvincular al segundo
de la condición humana para poder explicar esto.
Pues bien, en las Escrituras, Moisés
simboliza al primer Adán: hombre de creencias y rituales, ferviente y temeroso
de Dios, pero cuyo velo ante sus ojos le impide llegar a entender a Dios. Y
aunque por medio de fe y creencias conduce a su pueblo hasta la tierra
prometida, Dios no le permite entrar en ella.
Así mismo, el segundo hombre queda
reflejado en el personaje de Jesús de Nazaret, conocedor ya de todos los
misterios de la natura y consciente de la naturaleza del Dios bíblico: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros,
y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto, ha visto al Padre”.
(Juan, 14:9) Jesús personifica al segundo hombre “intelectual” que es hijo del primer
hombre “animal”, por eso se reconoce como “el hijo del hombre”; luego seguimos
hablando de un evidente proceso evolutivo que no oculta nada sobrenatural.
Lo único sobrenatural han sido las
limitadas interpretaciones que el primer hombre fue capaz de sacarle a las
Escrituras, pese a la expresa prohibición de que lo hiciera ya descrita en
Génesis 2:16: “Puedes comer del fruto de
todos los árboles del jardín, menos del árbol del conocimiento del bien y del
mal”. Ni siquiera fue capaz de asimilar que, hablando del fruto que produce
un árbol al que se denomina “del conocimiento del bien y del mal”, lo único que
podríamos alimentar con él sería nuestro intelecto.
Y es que la expresión “comer”, usada en
el sentido de alimentar nuestro conocimiento, es habitual en las Escrituras: Tomé el pequeño rollo de la mano del ángel y
me lo comí; en mi boca era dulce como la miel, pero cuando lo hube comido se
volvió amargo en mi estómago. Entonces me dijeron: “Tienes que anunciar otra
vez el mensaje profético acerca de muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”.
(Apocalipsis, 10:10) De haberse comido literalmente el rollo de papel, más que
decirle “tienes que anunciar otra vez el
mensaje profético”, le habrían dicho: “y ahora un vasito de bicarbonato y
santas pascuas”. Desde luego que la detallada descripción “en mi boca era dulce como la miel, pero cuando lo hube comido se volvió
amargo en mi estómago”, debió ser más que suficiente para desorientar al
primer hombre “animal”, pero no así al segundo. Muchas veces, el hecho de aprender
nos puede resultar grato por estar adquiriendo nuevos conocimientos, aunque
éstos bien podrían estar repateándonos el hígado. Luego la dulzura de aprender
no le quita la amargura a lo aprendido.
¿Están, pues, narradas las Escrituras
con cierto secretismo para que sólo pudieran entenderse llegado el momento en
que debían hacerlo? Mi intuición me dice que sí. Y no sólo mi intuición, también
Pablo:
“Decidme una
cosa: los que queréis someteros a la ley de Moisés, ¿acaso no habéis escuchado
lo que dice esa ley? Pues dice que Abraham tuvo dos hijos: uno de una esclava y
el otro de su propia esposa, que era libre. El hijo de la esclava nació según
la carne; pero el hijo de la libre nació para que se cumpliera lo que Dios
había prometido. Esto tiene un sentido simbólico. Las dos mujeres
representan dos alianzas: la primera, que viene del monte Sinaí, es
representada por Agar; los que pertenecen a esa alianza nacen para ser
esclavos. Agar, en efecto, representa al monte Sinaí, en Arabia, que
corresponde a la actual Jerusalén, la cual está sometida a esclavitud junto con
sus hijos. Pero la Jerusalén celestial es libre, y nosotros somos hijos suyos. (Gálatas, 4:21.26)
Tenemos, pues, un primer Adán “alma viviente” y un
segundo Adán “espíritu vivificante”. Un primer hombre “animal” y un segundo
hombre “espiritual”. Una primera alianza y una segunda alianza. Una primera
interpretación de las Escrituras, para esclavitud, y una segunda interpretación
desde y para la libertad. Una primera versión de “Dios” y una segunda versión.
Si deducimos que el “Dios” bíblico es la humanidad,
basta con revisar nuestra historia para entender la leche que se gastaba. Y si
creemos que el ser humano es capaz de evolucionar para empezar a hacer mejor
las cosas, le estamos abriendo la puerta a la segunda versión de “Dios”: “Vienen
días, declara el Señor, en que sembraré la casa de Israel y la casa de Judá de
simiente de hombre y de simiente de animal. Y como velé sobre ellos para
arrancar y para derribar, para derrocar, para destruir y para traer calamidad,
así velaré sobre ellos para edificar y para plantar, declara el Señor.” (Jeremías, 31: 27-28)
Si deducimos que el “Dios” bíblico es la
humanidad, el “Hijo de Dios” sería el resultado final de nuestra evolución. Así
empezaría a tener sentido que, a ese hombre futuro, en las Escrituras se le
reconozca como “el Hijo del hombre”. Y también que “Dios” es amor, pese a la
historia, al ser “Cristo” el fruto de un árbol genealógico que jamás habría
dejado de practicarlo.
De manera que quien dijo que debíamos
encontrarnos a nosotros mismos, él sabría sus razones, pero acertó de lleno.
¿Es, pues, la humanidad el “Dios”
bíblico? Sí, pero no toda: Sólo un tercio de la humanidad; el que acabará
siendo ADN en “Cristo”. Y a ese tercio de la humanidad que compondrá la cadena
de ADN de “Cristo”, bíblicamente se la reconoce como “pueblo elegido”. Por lo
cual, y a lo que a la visión global de nuestro proceso evolutivo se refiere, el
ser humano tan sólo es ADN viviente de “Cristo”.
“De vosotros, que os elegiréis a
vosotros mismos, surgirá un día un pueblo elegido y, de él, el superhombre”;
decía Zarathustra.
Y a partir de aquí, que hablen los 7
truenos del Apocalipsis.
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